“No quiero jugar más” susurró entre vergonzosas lágrimas. Fue una tarde soleada, esperada por más de ochenta pequeños jugadores del fútbol infantil. No importa de dónde, ni cuando, incluso tampoco importa el día, ni el rival, mucho menos el resultado. Pero sí importa que la historia se reitere frecuentemente, al igual que importan esas lágrimas, esas que en ese preciso instante para muchos fueron insignificantes, o tal vez… invisibles.
Gran cantidad de espectadores, la mayoría padres, hermanos, tíos, acompañando a los pequeños –gigantes- jugadores, lucir sus botines y correr tras lo más anhelado: la pelota. Porque eso es lo que ellos quieren, a la pelota y también a sus amigos, quienes conforman su equipo y esperan impacientemente durante la semana mostrarle a sus papás todo lo que el profe les enseñó y a partir de eso lograron cumplir, con esmero, y mirando de reojo al adulto, deseando que esté mirando su buena maniobra, su alegría, su pasión.
Suena el pitido, rueda la pelota, y al compás de ella el murmullo y el rezongo cargado de presión, llegando desde atrás del alambrado. -“¡¡Dale, te dije que corras al área!!”, “No servís para nada”, “Siempre hacés lo mismo, ¿¿cuándo vas a aprender??” entre otras expresiones, que ahogan de vergüenza a quien sólo busca sonreír y dar sus primeros pasos en la actividad que nutre desde todas las perspectivas, que es el deporte, el mismo que termina siendo la peor pesadilla para aquel pequeño que sólo quería ver de su tarde un triunfo, pero de aquellos que nutren e instruyen, no una derrota de autoestima, que crece, perdura, y se torna complejo recuperar.
No existen perdedores, es que el deporte pretende enseñar que más allá del resultado siempre hay algo que adjudicar, algo de tantos valores. La importancia del fútbol infantil está lejos de estadísticas, más bien, se centra en el aprendizaje, en la formación, en la conducta y en los valores que transmite el deporte pensando a futuro. Frecuentemente los resultados hacen que muchas veces se dé la distorsión de los objetivos de la formación que se desarrolla en el fútbol infantil y se torna dificultoso centralizar la mirada en el crecimiento de cada uno de los niños, teniendo en cuenta que es la edad clave para tomar el deporte como una recreación y no conocer a través de él la frustración, porque es eso lo que estaría reflejando la más pura frustración.
Partido tras partido se reitera el mismo cuento, ese que el que debe trasmitir ejemplos ahoga su boca de insultos, que prohíben la satisfacción de aquel niño, que es su sobrino, su hermano, su hijo. De aquel niño que sólo busca ser formado, y que lamentable e inconscientemente se acostumbra a recibir –de quienes menos lo esperan- la presión que no merece, que no conoce, que carece de sentido, convirtiendo ese sueño (de perseguir la pelota, o de tirarse heroicamente de un palo hacia el otro cubriendo el arco) en una muralla, una pared, una enorme barrera de lágrimas, en injustas lágrimas, en lágrimas que pocos ven, en lágrimas que derrumban, en lágrimas que piden silenciosamente a gritos: “¡No me insultes, apoyame! ¡No me grites, alentame!”